Cuento de Juan sin miedo

    Juan sin miedo - Aleman - - Cuento de hadas, literatura infantil -
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    Cuento de Juan sin miedo


    Érase un padre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales era listo y despierto, muy despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, en cambio, era un verdadero zoquete, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podía por menos de exclamar: «¡Este sí que va a ser la cruz de su padre!». Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir, ya anochecido, a buscar alguna cosa, y había que pasar por las cercanías del cementerio o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el mozo solía resistirse:

    -No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!

    En las veladas, cuando, reunidos todos en torno a la lumbre, alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, los oyentes solían exclamar: «¡Oh, qué miedo!». El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin acertar a comprender su significado.

    Un buen día le dijo su padre:

    -Tienes razón, padre -respondió el muchacho-. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no te parece mal, me gustaría aprender a tener miedo; de esto no sé ni pizca.


    -Día vendrá en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.

    -Sólo le diré que una vez que le pregunté cómo pensaba ganarse la vida, me dijo que quería aprender a tener miedo.

    Se avino el padre, pensando: «Le servirá para despabilarse». Así, pues, se lo llevó consigo y le señaló la tarea de tocar las campanas. A los dos o tres días lo despertó hacia medianoche y lo mandó subir al campanario a tocar la campana. «Vas a aprender lo que es el miedo», pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.

    -¿Quién está ahí? -gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió.

    El chico le gritó por segunda vez:

    La mujer del sacristán estuvo durante largo rato aguardando la vuelta de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, ya muy inquieta, al ayudante, y le preguntó:

    -En el campanario no estaba -respondió el muchacho-. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como se empeñó en no responder ni marcharse, he supuesto que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, no fuera el caso que se tratase de él. De veras que lo sentiría.


    Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, hecha un mar de lágrimas:

    Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y puso a su hijo de vuelta y media:

    -Soy inocente, padre -contestó el muchacho-. Le digo la verdad. Él estaba allí a medianoche, como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablase o se marchase.

    -Bueno, padre, así lo haré; aguarda sólo a que sea de día, y me marcharé a aprender lo que es el miedo; al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.

    -Sí, padre, como quieras. Si sólo me pides eso, fácil me será obedecerte.

    «¡Si por lo menos tuviera miedo! ¡Si por lo menos tuviera miedo!». En esto acertó a pasar un hombre que oyó lo que el mozo murmuraba, y cuando hubieron andado un buen trecho y llegaron a la vista de la horca, le dijo:

    -Si no es más que eso -respondió el muchacho-, la cosa no tendrá dificultad; pero si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta monedas. Vuelve a buscarme por la mañana.

    Y como era compasivo de natural, arrimó la escalera y fue desatando los cadáveres, uno tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló luego el fuego para avivarlo, y dispuso los cuerpos en torno al fuego para que se calentasen; pero los muertos permanecían inmóviles, y los llamas prendieron en sus ropas. Al verlo, el muchacho les advirtió:

    Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose. Se irritó entonces el mozo:

    Y los colgó nuevamente, uno tras otro; hecho lo cual, volvió a sentarse al lado de la hoguera y se quedó dormido.

    -Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo?

    -No -replicó el mozo-. ¿Cómo iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan tontos que dejaron que se quemasen los harapos que llevan.

    -En mi vida me he topado con un tipo como éste.

    -¿Quién eres?

    -¿De dónde vienes? -siguió inquiriendo el otro.

    -¿Quién es tu padre?

    -¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?

    -Basta de tonterías -replicó el carretero-. Te vienes conmigo y te buscaré alojamiento.

    -¡Si al menos supiera lo que es el miedo!

    -Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.

    Pero el muchacho replicó:

    Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle que, a poca distancia de allí, se levantaba un castillo encantado, donde, con toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres noches en él. Le dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se atreviese. Además, había en el castillo valiosos tesoros, capaces de enriquecer al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y podrían recuperarse al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado ya, pero ninguno había escapado con vida de la empresa.

    Lo miró el Rey, y como su aspecto le resultara simpático, le dijo:

    A lo que contestó el muchacho:

    El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer subió a él el muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de carpintero con la cuchilla y se sentó sobre el torno.

    Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas voces, procedentes de una esquina, que gritaban:

    -¡Tontos! -exclamó él-. ¿Por qué gritan? Si tienen frío, acérquense al fuego a caliéntense.

    -Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?

    Los animales sacaron las garras.

    Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco de carpintero.

    Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del castillo.

    Pero apenas había cerrado los ojos cuando el lecho se puso en movimiento, como si quisiera recorrer todo el castillo. «¡Tanto mejor!», se dijo el mozo. Y la cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando umbrales y subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y queda la cama patas arriba, y su ocupante debajo como si se le hubiese venido una montaña encima.

    A la mañana siguiente se presentó el Rey, y, al verlo tendido en el suelo, creyó que los fantasmas lo habían matado.

    Lo escuchó el muchacho e, incorporándose, exclamó:

    El Rey, admirado y contento, le preguntó qué tal había pasado la noche.

    Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo como quien ve visiones.

    -No -replicó el muchacho-. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!

    -¡Caramba! -exclamó el joven-. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!.

    -Aguarda -exclamó el muchacho-. Voy a avivarte el fuego.

    -¡Eh, amigo, que éste no es el trato! -dijo-. El banco es mío.

    Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve tibias y dos calaveras, y, después de colocarlas en la posición debida, comenzaron a jugar a bolos. Al muchacho le entraron ganas de participar en el juego y les preguntó:

    -Sí, si tienes dinero.

    Y, cogiendo las calaveras, las puso en el torno y las modeló debidamente.

    Jugó y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su vista. Se tendió y durmió tranquilamente. A la mañana siguiente se presentó de nuevo el Rey, curioso por saber lo ocurrido.

    -Estuve jugando a los bolos y perdí unas cuantas monedas.

    -¡Qué va! -replicó el chico-. Me he divertido mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo que es el miedo!

    Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd. Dijo él entonces:

    -Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:

    Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó la tapa: contenía un cuerpo muerto. Le tocó la cara, que estaba fría como hielo.

    Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo sacó entonces del ataúd, se sentó junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos para reanimar la circulación. Como tampoco eso sirviera de nada, se le ocurrió que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, pues, lo arropó bien y se echó a su lado. Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a moverse. Dijo entonces el mozo:

    Pero el muerto se incorporó, gritando:

    -¿Esas tenemos? -exclamó el muchacho-. ¿Así me lo agradeces? Pues te volverás a tu ataúd.

    -No hay manera de sentir miedo -se dijo-. Está visto que no me enteraré de lo que es, aunque pasara aquí toda la vida.

    -¡Ah, bribonzuelo -exclamó-; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir!

    -Deja que te agarre -dijo el ogro.

    -Eso lo veremos -replicó el viejo-. Si lo eres, te dejaré marchar. Ven conmigo, que haremos la prueba.

    -Yo puedo hacer más -dijo el muchacho, dirigiéndose al otro yunque. El viejo, colgante la blanca barba, se colocó a su lado para verlo bien. Cogió el mozo el hacha, y de un hachazo partió el yunque, aprisionando de paso la barba del viejo.

    Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste, gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes riquezas. El chico desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de oro:

    -De algún modo saldré de aquí -se dijo.

    A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:

    -No -replicó el muchacho-. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero de lo que sea el miedo, nadie me ha dicho una palabra.

    -Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.

    Al fin, aquella cantinela acabó por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:

    Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho. Éste despertó de súbito y echó a gritar:

    -¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!

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