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Érase una vez en un reino muy lejano donde sus habitantes vivían
atemorizados por culpa de un gran dragón que asustaba a todos y
causaba daños entre la población y los animales.
Para tranquilizarlo, los habitantes del pueblo decidieron dar al
dragón cada día una persona en sacrificio. De esta forma, el
dragón no tendría hambre y les dejaría tranquilos. Y así se realizaba
un sorteo en el que salía elegida la persona que debía ser entregada
al dragón.
Uno de esos días, salió el nombre de la hija del rey en la rifa. Era una
princesa joven muy admirada y querida por los habitantes del pueblo,
en especial por su padre quien se resistía a entregarla en sacrificio. Al
ver el sufrimiento del rey muchos ciudadanos se ofrecieron para
reemplazar a la princesa, pero tanto la princesa como el rey se
negaba a que otros tuvieran que pagar por la suerte de su hija.
Además, él era consciente de que su hija formaba parte del pueblo y
por tanto debía seguir las normas que hasta el momento se habían
pactado.
La princesa abandonó la ciudad para cumplir con su cometido.
Caminaba sin prisa en dirección hacia la gruta del gran dragón. De
pronto, cuando menos lo esperaba, apareció un joven caballero con
armadura montado sobre un caballo blanco. Al verlo, la princesa le
contó sobre los peligros que podía sufrir estando en ese lugar, pero el
caballero se negó a abandonarla a su suerte y le dijo que él estaba allí
para salvarla.
El caballero tenía por nombre Jorge y se enfrentó al dragón tan pronto
como este apareció. Ambos libraron una gran batalla hasta que el
caballero le lanzó una gran lanza en el pecho. De la sangre que
derramó el dragón nació un hermoso rosal que Jorge entregó a la
princesa después de haber ganado la batalla.
Ahora, gracias al caballero Jorge, tanto la princesa como el pueblo
podían vivir en paz.